Silvina Ocampo, Fidelidad
Nadie
sabía que éramos amigos. Nadie oyó los diálogos, ni vio las miradas que
nos sirvieron de vínculo. Nadie sabía que año tras año nos citábamos, a
mediados de la primavera, en la glorieta silvestre de las barrancas que
daban al río, y que estas entrevistas duraban hasta el fin del otoño, y
que año tras año, como sucede en los cuentos y en la vida real,
hablábamos de las mismas interminables, íntimas cosas. No faltábamos
jamás a las citas. Yo acudía a veces con un sombrero de paja sucio,
cuyas alas pintaban sombras en mi cara ovalada; ella, con un reflejo
alado en sus ojos parpadeantes. No sé bien de qué hablábamos, pero me
aventuro a evocarlo: yo, de un anzuelo con carne cruda en la punta del
hilo de una caña de pescar; ella, de un hormiguero importante, con
túneles y edificaciones sólidas; yo, de una estatua de terracota y de un
avión, y del avión a chorro; ella de las semillas que hay en la basura;
yo, de las fornicaciones debajo de los puentes; ella, de los gusanos,
de las almendras, delas flores violetas de los paraísos, del estiércol
dorado; yo, de los zafiros, de las esmeraldas, de los rubíes del reloj.
La muerte no nos separaba. La muerte no interrumpía el coloquio
inalterable de nuestras voces.
Sin embargo el tiempo pasa, suele pasar a veces.
—No me amas bastante —yo le decía—. A veces tengo que esperarte.
—¿Qué es amar? —me preguntaba—.
—Amar es una cosa siempre diferente —le respondía—.
—¿Pero qué sabor tiene?. ¿Qué hábitos?.
—Sabe a miel, a lluvia, a polvo, a barro, cuando llueve. Sus hábitos son
múltiples, tan maravillosos como horribles a veces.
—¿De qué te servirá?.
—De nada.
—¿Para qué quieres que te ame, entonces? —Para que podamos hablar—.
—¿No hablamos?.
—No hacemos otra cosa.
—¿Entonces, te amo?.
—Me amas, sin duda me amas.
Cuando llegábamos a proferir estas últimas frases, la noche
invariablemente caía y el sueño nos tumbaba en nuestros lechos. A veces
soñábamos el uno con el otro. No soñábamos con otras cosas. El sueño no
nos separaba, tampoco nos separaba la muerte, ni el trabajo, ni las
distracciones, ni la crueldad, ni la familia. Sin embargo el tiempo
pasaba y como suele acontecer pasaba junto a la felicidad, rozándola,
carcomiéndola como si no hubiera existido. El sombrero de paja cada vez
más sucio, amarillento como las hojas encendidas de una fogata, se
rompía; la glorieta se resquebrajó en sucesivas tormentas. Yo cambié de
vestiduras y de costumbres. Casi podría decirse, de cuerpo. La
ingratitud no es necesariamente pura.
Distraído, ya borracho,
acudía al Night Club y acariciaba con la punta de los dedos y de las
miradas las alas de la amada ausente convertidas en otras alas, los ojos
convertidos en otros ojos. ¿Se trataba de un ángel?. Una descripción
minuciosa nos ayudaría tal vez a descubrirlo. Unos pequeños espejitos en
forma de rombos o de triángulos pegados a un tul azul eléctrico
relumbraban en las noches; sobre esas capas consecutivas de tul se
hallaba un corselete verdoso de terciopelo, cuya suavidad se asemejaba a
los pétalos de las rosas; un acerado relámpago de lentejuelas repetidas
al infinito, irisaba el contorno del ruedo de esa falda que se plegaba y
se desplegaba al viento como dentro del agua las
aletas de algunos peces, o algunas plumas de la cola, en abanico, del pavo real.
Se trataba del vestido de una mujer, y como ese vestido revestía un cuerpo creía que me había enamorado del cuerpo.
Todo el mundo oyó las palabras que nos decíamos (sólo la infancia
mantiene secretos inviolados). Para besarnos, a veces nos demorábamos en
los zaguanes, en los corredores, en los ascensores, para ocultar los
proyectos que nos decíamos al oído. Todo el mundo sabía que éramos
amantes y que nos encerrábamos en los cuartos de una casa amarilla, con
las persianas cerradas, para escondernos.
—No me amas bastante —yo le decía—. A veces tengo que esperarte, no
compartes mi ansiedad.
—¿Qué es amar?.
—No me lo preguntes, el mundo está lleno de trampas. Amar es sufrir, pero
también es la felicidad (o se le parece).
—¿Para qué quieres que te ame si amar es sufrir y la felicidad es ilusoria?.
—Para que hablemos. —¿No estamos hablando? —Sí.
—Entonces, te amo.
Y dejaron de hablar. El vestido estaba sucio, roto, no brillaba en la noche.
¿Dónde estaban sus alas, sus espejitos? —Un día me olvidaste.
—Nunca te olvidé. Amé tu recuerdo en un vestido —dijeron en la glorieta
las dos voces que nadie oyó—.
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