lunes, 22 de abril de 2013

Juan Gelman


Jorge Luis Borges


Charles Baudelaire


Patti Smith


Oliverio Girondo


Edna Pozzi


Gabriela Mistral


Carlos Gardel



jueves, 1 de noviembre de 2012

Peso plomo, Fernando Noy



No necesito nada más que esta lapicera
prestada por el mozo
ni otro sobre de azúcar para el café
bramando en la resaca
tampoco el pago de una cerveza octava.
Guardo intacto
el coraje de hacer un paga Dios
como en los setenta
por las farmacias de turno
cuando la poesía anfetamínica
se compraba sin receta.
Viajo solo en medio de la huelga
entre panzas vacías
con razón vociferantes
y ningún encontronazo
junto al musculoso estibador
mientras dura la espera
en la protesta augusta
que hasta cortó la calle
con su semáforo
chorreando lágrimas de sangre.
Masacre sin piedad
para los mustios habitantes
de bairestremens.com.
Mientras leo en cerebros
de los otros viajeros.
Ese, de anteojos negros,
va a llegar tardísimo a su cita
con el andrólogo.
El que viaja a su lado
sólo piensa en robar
la corona de oro de la Virgen del Once
pero también
el busto de bronce de algún prócer
para revenderlo
enseguida
a peso plomo,
vapuleo.
Así nace esta queja
sobre mi cuaderno Avon
en pleno verano
cuando el hospital de poetas
parece aniquilado
aunque nunca existiera la cura
de sus males
ni siquiera un cuarto gratis y fresco
donde no morir de pie.
Ahora,
destrabada la marcha
con las vitrinas de El Molino
destrozadas a huevazos
es cuando el maldito patrullero
se sube a la vereda
y como a la estatua de Santa Claus
me alumbran
entre dátiles
aunque igual nada vieron.
Mayor fue el miedo
de volverte invisible.
A distraerse ahora
con tu milonga hacia la autopista
Tacos de punta baratos hundidos en la brea
hirviendo aún más que el cuerpo
del que paga
y al finalizar la faena
regresar leyendo esos versos abyectos que has escrito.
Soy el que cree en la avenida Corrientes
acunadora del tango y de Tanguito
que se incendia en el río
justo cerca de la Casa Rosada
ese postre fucsia envenenado
en los cachetes.
Confundo palomas con empleados
de oficina
usan la misma gris corbata
que les impide el vuelo.
Soy quien cantara a Safo
además de encerar los dedos
de la hidra de Lesbos
con ungüentos de acero
pero ahora
ni consigo colarme
en los recitales de Gal, Chavela
o La Felipe.
Igual
como siempre
el buen clima regresa
tras la huelga a lo lejos
cada vez más ajena.
A causa de ella
me pasé de parada
pero sigo escribiendo.
Es preferible el asco bien narrado
a la culpa de sobrevivir triunfales.
Sin tener cómo,
dónde,
cuándo
a quién decirlo.

* Este poema pertenece a La orquesta invisible.

martes, 30 de octubre de 2012

Más libros de nuestra Biblio:

 
Las biografias son textos que nos contagian otras vidas y ocupan un lugar especial 
en la biblioteca. 
 
Aquí rescatamos la "Última Frontera" de Hugo Chumbita, contando la vida 
de Vairoletto. Fotos, documentos, ilustran esta edición y nos cuenta la historia 
de este buen bandido.
 
 

Libros que hoy queremos rescatar de los estantes de nuestra Biblioteca:

 
 
Alejandra Pizarnik. Poesía Completa. 
 
Toda su obra edición a cargo de Ana Becciu que incluye obras inéditas. 
 
Polémica, cruda, controvertida, sensual, intimista. 
 
Destaque especial a:
 
La palabra que sana,
 
Esperando
que un mar sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta en el lugar 
en el que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se 
muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. 
Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa
  
 
El olvido
 
 en la otra orilla de la noche
el amor es posible
llévame

llévame entre las dulces sustancias
que mueren cada día en tu memoria
 
 
el poema 23 del Arbol de Diana 
 
una mirada desde la alcantarilla
puede ser una visión del mundo
la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos 
 
 
La jaula. 
 

Afuera hay sol.

No es más que un sol

pero los hombres lo miran

y después cantan.



Yo no sé del sol.

Yo sé la melodía del ángel

y el sermón caliente

del último viento.

Sé gritar hasta el alba

cuando la muerte se posa desnuda

en mi sombra.



Yo lloro debajo de mi nombre.

Yo agito pañuelos en la noche
y barcos sedientos de realidad

bailan conmigo.

Yo oculto clavos

para escarnecer a mis sueños enfermos.



Afuera hay sol.

Yo me visto de cenizas.






domingo, 28 de octubre de 2012

Marosa Di Giorgio, "Era la noche de mi casamiento"


Horacio Quiroga, Cuentos de amor, locura y de muerte. Está en nuestra Biblioteca

 
 
Volver a este clasico de la literatura argentina es internarse en escenarios 
agobiantes, en extremos, en un regodeo de imágenes. 
 
De todos los relatos especial hincapié en Los Mensú... Crudo y hasta contemporáneo.

Blanca Buda, la encontrás en nuestra Biblioteca

 
Toda la obra de esta maravillosa poeta de nuestro pueblo. 
Maravillosa en su decir poético , cruda y memoriosa en su decir testimonial.
 
Un ejemplo de hacedora en las letras y en las convicciones. 
 
Cualquier libro de ella que lean se los demuestra.

Nuestros libros

En sucesivos posts, queremos compartir algunos libros que queremos rescatar de los estantes 
de nuestra Biblioteca y, por un motivo unos y por diferentes otros queremos ofrecerlos para 
que los descubran o relean

En 1999, un día como hoy, moría Rafael Alberti

Rebeldía, Alfonsina Storni

¡Qué hermosas las sendas
que no tienen fin!
¡Qué hermosos los días
que no tienen noche!
¡Qué hermosas las cosas
que nunca se hicieron!...

Las columnas truncas,
los vazos trizados,
las líneas no rectas...
¡Lo que no se rige
por orden expreso!

Ir como las barcas
que no tienen remos...
¡Ir como las aves
que no tienen nido!
¡Ser algún capullo que no se adivina!
¡Poder algún día
quebrar con la marcha
de las cosas hechas!

¡Detener la tierra!

Dos y dos son cuatro...
¿y eso quién lo sabe?
Y... ¿si se me ocurre
que uno no es uno?



viernes, 26 de octubre de 2012

Mamá, Martha Mercader

  A veces la veo. Alta, esbelta, con ese pelo enmarañado que ella se empeñaba en no peinar demasiado. La época no era propicia para hacerle a los jóvenes indicadores sobre su aspecto, pero cuando exageraba su estilo de mujer en la selva, yo le decía: “Es evidente que la revolución empieza por la cabeza”. Y ella se reía. Reía con la boca, con los dientes, su risa le resplandecía por todo el cuerpo. Reía con la alegría de sentir carnalmente su juventud. Era muy bella.

  Ahora tendría la edad que yo tenía en ese entonces.
  Otras veces, cuando la veo, no ríe. Dice “es una vecina” mirándome con terror contenido, una mirada clave que yo descifro sin pestañear.
  Siempre tiene veinte años, los años los tenía en el 78.
  Lo que intento escribir sucedió en 1978, en La Plata, y no sé cómo contarlo. Nos sucedió a nosotras, pero al pasarlo al papel casi me parece una historia ajena.
  Aquella mañana, no sé por qué, tal vez fuera un presentimiento, se me ocurrió ir a casa de Mariana sin motivo alguno, sólo para verla a ella y a la nena, lo que al fin y al cabo, era motivo más que suficiente. Pocas veces iba a su casa; prefería que ella viniera a la mía, y que la trajera a Clarita. No me gustaba que se hubiera mudado tan lejos. Las diferencias en el alquiler no serían tan grandes. Para mí, Tolosa era casi otra ciudad. Yo no sabía en qué andaba Oscar, mi yerno, ni quería enterarme. ¿Por qué no duraba en ningún empleo, siento tan inteligente como era? Todo se complicaba en aquella época.
  Tomé un colectivo que me llevó hasta la estación de ferrocarril. Después, decidí caminar. Era lindo sentir el aire de la primavera en las tranquilas veredas del barrio.
  Habían alquilado un departamento en la planta baja de un edificio de dos pisos, el último que se abría a un pasillo largo y estrecho, unos doce o trece metros. Mariana me abrió la puerta sonriendo, como si esperara algo muy bueno de la vida.
  ¡Sabés mamá, hoy Clarita me dijo “mamá”! ¡Apenas tiene ocho meses! ¡Mi hija es una genia!
  Me dio mucha alegría ver de nuevo la alegría de mi hija. Le hacía falta. Ella no solía quejarse, pero la vida con Oscar debía ser difícil. Se casaron tan jóvenes y él sin terminar la carrera, y embarazada, a ella nadie quería emplearla. Después, con la nena, le resultó más difícil. Yo le decía, dejámela a mí, yo me puedo hacer cargo de ella algunas horas, pero era imposible combinar bien los horarios, los míos son irracionales, como los de casi todos los profesores del secundario. Además, Mariana es, era, bastante orgullosa y sospecho que quería demostrar que podía arreglárselas sola.
  – ¿Querés un mate?
  Pasamos a la cocina y Mariana encendió la hornalla para calentar la pava.
  – ¿Está despierta?
  – Se quedó pipona de tanto mamar y se durmió con el pezón en la boca.
  Fui hasta el dormitorio y la contemplé dormir despatarrada en su cuna con la placidez de lo bienaventurados. Mariana se me acercó y puso su mano en mi hombro. Una oleada de felicidad me invadió. Allí estábamos las tres, unidas por una ternura envolvente como una marea silenciosa. Le di a Clarita un beso en la frente, más simbólico que real, casi sin tocarla., porque no quería perturbar su sueño. Volvimos a la cocina y me senté. Mariana se sentó a mi lado, y se quedó callada, algo extraño en ella, siempre inventando cosas para moverse. Sentí que por fin había llegado el momento de dialogar con mi hija como dos mujeres adultas.
  En el dormitorio, Clarita emitió un sonido como una ramita que se quiebra. Me levanté, como para ir a verla, pero Mariana me dijo: “Tranquila, no es nada”.
  No, no era nada, pero me había sonado como un preludio triste.
  Apenas Mariana me cebó el primer mate, oímos retumbar en el pasillo el taconeo de varias botas machistas. Supe sin lugar a dudas que venían hacia nosotras.
  – ¡Abran! ¡Policía!
  Mariana y yo nos pusimos de pie, mudas, aterradas.
  – ¡Sabemos que Mariana López está ahí! ¡Abran! ¡Cuánto antes, mejor! ¡No nos hagan perder la paciencia!
  Imposible escapar. Imposible resistir.
  – ¡Abran o rompemos la puerta!
  Mariana abrió. Tres soldados, con ropa de fajina, entraron apuntando con armas largas. Detrás, un tipo joven, corte de pelo a la americana, camisa bien planchada y campera de cuero, informó:
  – Orden de llevarnos a Mariana López y a Oscar Marino.
  – Oscar no está -dijo Mariana.
  – ¡Revisen!
  Los uniformados recorrieron todo el departamento, lo que les llevó muy poco tiempo. Mientras tanto, el de civil hurgaba displicentemente los cajones y placares de la cocina.
  – Esperaremos hasta que llegue.
  – ¿Dónde está la orden de allanamiento? -se animó a decir Mariana.
  – No te me insolentes. Ya vas a saber lo que es bueno.
  Su voz sonó como un rugido corto, bajo, pero con mucha fuerza. Parecía recién bañado y olía a perfume inglés. Yo sentí mucha culpa por pensar estas cosas, en semejante trance. ¿Soy una desalmada?, me preguntaba.
  En ese momento sonaron varios ruidos secos en el pasillo. Aunque no quisiera admitirlo, tenía que reconocer que habían sido cinco o seis balazos. Mariana intentó salir corriendo pero los soldados la sujetaron.
  Alguien afuera, informó:
  – Le dimos.
  Mariana gritó:
  – ¡Asesinos!
  El de civil ordenó:
  – Llévensela.
  Actuaban mecánicamente, sin perder ni un segundo.
  – ¿Y a ésta?, preguntó uno de los soldados señalándome a mí. Con dos soldados sujetándola por los brazos, Mariana me envió una mirada trascendente, una mirada en clave, dirigida sólo a mí, que yo descifré sin pestañear. En seguida miró a los hombres y gritó:
  – ¡Es una vecina! ¡Déjenla!
  No sé si le creyeron o qué, lo cierto es que se fueron como si yo fuera una cosa que no importaba.
  A Mariana la arrastraron hasta el Ford Falcon verde estacionado a la puerta, según me contó el único vecino que se atrevió más tarde a dirigirme la palabra. A Oscar, malherido o muerto, lo habían tirado en el jeep.
  Yo corrí hasta la cuna porque Clarita lloraba a gritos. La alcé y la acuné hasta que se calmó. Entonces recostó su cabecita en mi pecho, como buscando la teta y balbuceó “mamá”.
  Desde ese día fui la mamá de mi nieta.

El lobizón, Silvina Bullrich (1915-1990)

 
Hoy tuvo lugar la autopsia. Como ustedes supondrán, he recobrado mi libertad. El informe médico es categórico: Diego murió de una lesión cardiaca en la noche del 20 al 21 de septiembre. También agrega que el ejercicio y la bebida despertaron la enfermedad ya latente en él.

Habíamos ido a remar al Tigre por la mañana, luego Diego pasó la tarde con Elvira y por la noche volvimos a reunirnos en su casa para comer. Elvira no pudo quedarse; me alegro por ella. De lo contrario se hubiera visto mezclada en esta absurda suposición de crimen.

Cuando íbamos a lo de Diego comíamos y bebíamos demasiado, y aquella noche con mayor razón, puesto que no había ninguna mujer. Por eso, al cabo de un rato, agotado el tema político, entramos en el terreno de los cuentos picarescos, y de ahí, ayudados por el alcohol, resbalamos a las confidencias. Eramos cuatro hombres jóvenes, despreocupados; no creíamos ni en Dios ni en el diablo; mucho menos en fantasmas y supersticiones. Yo pronuncié palabras tan irreverentes sobre las pueriles creencias de la humanidad que Diego, el más serio de todos, el mayor también, me interrumpió bruscamente:

-Si te hubiera ocurrido en la vida lo que me ocurrió a mí, quizá vacilaras antes de afirmar que solo existe lo que ven nuestros ojos.

E inmediatamente, sin esperar siquiera nuestras preguntas, nos contó lo que hoy transcribo, lo que todos olvidamos intencionalmente durante el interrogatorio por respeto a la memoria de nuestro amigo. Como me reservo el derecho de ocultar su apellido, ese secreto, que mis compañeros tampoco revelarán, ha sido sepultado con él. M e apresuro a decir que considero este relato como uno de los tantos casos de sugestión colectiva tan estudiada por la psicología actual. El lector podrá comprobarlo por sí mismo. Lo cierto es que su muerte y la investigación que la siguió (fui el último en retirarse de la casa de Diego, y su muerte, según los informes médicos, ocurrió a las tres de la madrugada, hora en que yo lo dejé creyéndolo dormido) han desequilibrado mi sistema nervioso. Dicen que la mejor manera de librarse de un obsesión es verterla sobre el papel. Quiero hacer la prueba. Después me iré al campo. Si, indudablemente, necesito una temporada de reposo.


Relato de Diego.
Mi infancia transcurría feliz en aquella casa del barrio de Flores, cuya fealdad pasaba inadvertida por su semejanza con las casas vecinas. Era una construcción de un solo piso, sencilla, vulgar, de la cual se desprendía todo el tedio de las familias burguesas que resuelven sin problemas espirituales.

Era un cubo simétrico, revocado de un color crema, casi ocre, detestable. Encima de las puertas y de las ventanas, rectángulos de mosaicos verdes aumentaban la fealdad de la última vivienda en la que fui dichoso. Había un patio al frente; un corredor que corría a lo largo de la casa lo unía con un patio del fondo. Siete casas iguales completaban la cuadra. El barrio había crecido, pero conservaba una trasplantada tristeza provinciana que se acentuaban los domingos. Ese día,, en nombre del descanso dominical, me prohibían toda actividad. Yo permanecía asomado a la ventana, mirando, entristeciéndome paulatinamente, la calle desierta, el verde oscuro y terroso de las plantas del patio y todas las gamas del color ocre declinando en los revoques groseros. Contaba los mosaicos que coronaban las puertas de las casas vecinas, las divisiones de cada mosaico: sumaba, restaba, no me detenía sino en cifras pares, y luego volvía a empezar indefinidamente. A veces el carrito rojo y verde del manisero ponía una nota de color en la monotonía de nuestra calle; yo, para retenerlo un rato más, corría a comprar cinco centavos de maní; quería respirar un olor distinto, preciso, ese olor a tostado, acogedor, del maní caliente (en casa había siempre olor a ropa recién planchada y a jabón amarillo) y luego lo miraba alejarse al son de la áspera corneta del manisero.

Me detengo en estos detalles porque su misma trivialidad me recuerda que en un tiempo fui niño sin importancia, igual a todos los niños. Me gustaban los días de sol y las noches de luna. Después -¿no lo han advertido ustedes?- en las noches de luna llena no me atrevo a cruzar el umbral de mi casa.

Eramos siete hermanos varones; yo era el menor. Cuando llegaban personas de visita me palmeaban amistosamente, exclamando: “¡Este es el ahijado del presidente!”.

Yo me enorgullecía; tenía en la cabecera de mi cama, junto a una imagen en colores de la Virgen de Luján, un retrato del presidente, en el cual rezaban estas palabras: “Para Diego…de su padrino”. La firma estampada al pie impedía dudar de la autenticidad de la dedicatoria. Aún creía que ser el séptimo hijo varón era un motivo de orgullo; mi madre, sin embargo, oponía ciertas resistencias al entusiasmo de los vecinos, y cuando le era posible eludía el tema. Era hija de un chacarero de Entre Ríos y la gente de esa región es supersticiosa.

Una tarde, a las pocas semanas de haber muerto mi abuelo, yo estaba ocupado en mi juego predilecto. Consistía en deslizarme sin ser visto bajo la mesa del comedor, y allí, al amparo de la amplia carpeta de felpa granate que la cubría, permanecía horas y horas, soñando que era un indio refugiado en su carpa, en esa carpa que nunca habían querido traerme los Reyes Magos. Yo tenía diez años; ya no creía en los Reyes, pero todavía me fascinaban las aventuras y continuaba gozando de mi carpa improvisada.

En una cabecera de la mesa mi madre colocaba su maquinita de coser; en la otra mi tía hacía un eterno solitario, moviendo de tanto en tanto, mientras luchaba con el deseo de hacerse trampa a sí misma, el dial de la radio colocada sobre el aparador. En mi familia, como en todas las familias modestas, el comedor era la mejor pieza de la casa y el lugar de reunión. Yo soportaba los chillidos de la radio pensando que era el viento que rugía entre las montañas. Pero no debo detenerme en estos detalles; sé que lo hago por cobardía, para demorar la confesión que hoy quiero hacerles.

Diego apuró su vaso de whisky y continuó, dando a sus palabras un ritmo nervioso, acelerado. Aquella tarde mi padre entró en el comedor como todos los días al regresar de la oficina. Besó a mi madre en la frente y luego dijo con ese acento categórico de amo que usan todos los empleados humildes dentro de su casa:

-Ya está todo resuelto; a principios de mes nos vamos a Entre Ríos.

El ruido de la máquina de coser de mi madre cesó bruscamente.

-¡No! –exclamó mi madre-. ¿Lo dices en serio? ¡No es posible!.
-¿Por qué no va a ser posible? Tus hermanos son unos incapaces y no me inspiran fe; quiero ir yo mismo a regir tu campo. Ya verás cómo lo hago rendir.
-Pero es una extensión muy chica –arguyó mi madre- . y si pierdes tu empelo, a la vuelta no encontraras otro. Recuerda que este te lo dio el padrino cuando bautizamos a Diego pero ahora las cosas no están fáciles para el partido.
-¿Y crees que voy a seguir pudriéndome en una oficina por cuatrocientos miserables pesos? Ni siquiera alcanzan para mantener a mi familia, y eso que nunca voy al café. Ya estoy harto de ahogar entre cuatro paredes los mejores años de mi vida.
-Pero antes era pero. El taller solo daba gastos…-Bueno; pediré licencia sin goce de sueldo y después veremos. Pero tengo confianza en el campo. El tuyo es alto, rico…
-La casa es casi un rancho…
-¿Acaso esto es un palacio?.

Entonces mi madre pronunció la frase decisiva, sorprendente. Resistiendo por primera vez a una orden del marido, exclamó:

-No, yo no me voy. No quiero irme… No puedo… por Diego.

¿Por mí? ¿Por qué podía ser yo un impedimento para ese viaje? ¡Si nadie tenía tantas ganas como yo de vivir en el campo! Quería correr el día entero al aire libre, como los chico ricos durante los meses de vacaciones.

-No puedo admitir que una leyenda entupida destruya nuestras vidas –rugió mi padre-. Sería completamente absurdo…
-Pero ¿de què se trata? –inquirió mi tía.
Mis padres parecieron titubear; por fin mi madre contestó:
-Diego es el menor de siete hermanos varones…
-¿y…?
-Tengo miedo –sollozó mi madre-, miedo de las noches de luna llena.

Hubo un silencio denso, cargado de respuestas y de interrogantes. Y yo, de pronto, recordé la única oportunidad en que mi madre ma había tratado con rudeza, casi con crueldad. Era, en efecto, una noche de luna llena. Hacía mucho calor; en los cuartos la atmósfera era irrespirable. Yo, sin sospechar que cometía una falta grave, salí al patio en procura del aire fresco que corría bajo el parral. De pronto vi aparecer a mi madre; estaba pálida, había en sus ojos una expresión de angustia, casi de terror.

-¿Qué haces ahí? –me preguntó con voz ahogada, sin acercarse.

Se apoderó de mí el miedo que emanaba de ella y escapé por la puerta de la cocina. Entonces oí un grito desolado; pensé que a mi madre le había ocurrido algo y volví junto a ella. La encontré abrumada en la mecedora de mimbre, llorando, la cara hundida entre las manos. Me acerqué a besarla; se estremeció como si la rozara un reptil.

-¡Vete –gritó-, vete, maldito!
La palabra no guardaba proporción con lo inofensivo de mi travesura.
-No te pongas así, mamá –supliqué-. Tenía calor, quise tomar aire. Si te desespera tanto, no lo haré más, te prometo que no lo haré más.

Mi madre alzó la cabeza, me miró largamente; luego pasó sus manos por mi cabello oscuro y espeso, por mis orejas grandes, muy separadas del rostro; por mis deformes dientes de chico que asomaban entre mis labios entreabiertos.

-Este pelo… estas orejas… estos dientes…-murmuró.

Me eché a reír.
-No es para tanto; a lo mejor, las chicas me encuentran buen mozo lo mismo.

Ella sonrió y entramos en la casa. Fiel a mi palabra, no volví a salir al patio por las noches. Pero ya en el comedor, mi padre había roto el silencio con estas enigmáticas palabras:

-Es por esa grotesca leyenda del lobizón.
Hubo otro silencio. Mi tía lo cortó:
-No deja de tener razón. En el campo la situación del chico podría ser difícil.
-En este mundo todo tiene remedio- sentenció mi padre.
-¿Cuál? –preguntaron a un tiempo mi madre y mi tía.
-Es muy sencillo. Como Mario está haciendo el servicio militar, todos creerán que tenemos seis hijos varones. Más adelante habrá tiempo de buscar otra solución. Podemos mandar a Diego a un colegio de Buenos Aires, por ejemplo.

En ese instante entraron dos de mis hermanos y la conversación cambió de rumbo. Yo había comprendido que un destino excepcional y poco envidiable pesaba sobre mí, pero ¿cuál?. No me atrevía a interrogar. Sabía que cualquier pregunta agravaría el pesar de mi madre, ya resignada a la obediencia. Los primeros meses que pasamos en Entre Ríos fueron tales como yo los había imaginado. El aire del campo borraba nuestras palideces de niños de suburbio, crecíamos todos alegres y robustos. Nuestra felicidad hubiera sido completa de no ser por las nubes que arrojaban sobre ella las preguntas de los vecinos:

-¿Así que son seis varones?¿No hubo ninguna mujer? De todas maneras es una linda familia.

La mano de mi madre temblaba sobre la máquina de coser. Pero si todas las dichas son inestables, ninguna lo es tanto como la que está basada sobre una mentira. Un día, inexorablemente, llegó Mario. Habían licenciado a los conscriptos por razones de economía, y él había corrido a juntarse con nosotros, sin suponer que su llegada trastornaría la alegría del hogar y me robaría para siempre la paz interior. Al principio no advertí diferencia en el trato de los amigos de la casa. Sin embargo, poco a poco los unos se alejaban, los otros se despedían en cuanto me veían aparecer. Cuando pasaba por las calles del pueblo, los chicos, de la mano, me seguían cantando: “Juguemos en el bosque que el lobo ya se fue…”. Yo apresuraba el paso, y a la vuelta le pedía a mi madre que me diese cualquier trabajo en el campo, pero que no me mandase al pueblo. Y en las noches de luna llena mi madre aseguraba desde temprano las trancas de las puertas y ventanas.

Una extraña nerviosidad empezaba a apoderarse de mí; sentía que se preparaba un acontecimiento terrible, que nada podría detener. A menudo, cuando estaba solo, murmuraba: “El lobizón… lobizón”, buscando el sentido de esa fatídica palabra.

Los niños, como las personas mayores, no tardan en informar a sus amigos de los acontecimientos desagradables que corren respecto a ellos. Una riña a propósito de un barrilete me trajo la aclaración deseada.

-Guardátelo- gritó mi compañero, más débil que yo, abandonando entre mis manos el pájaro de papel- guardátelo siguieres; total, a mí no me importa: soy un chico normal, puedo jugar con quien se me dé la gana. Y nunca más voy a jugar contigo, nunca, ¿sabes? A mi papá no le gusta que juegue con un lobizón.

Solté el barrilete. Me precipité sobre el niño, lo así con ambas manos por el cuello de la camisa y lo sacudí enloquecido, sin saber lo que hacía, gritando:

-¿Qué es un lobizón? ¿Qué es?… dímelo o te mato.
El chico callaba aterrorizado. Insistí persuasivo.
-Si me dices que es un lobizón te doy el barrilete… Mira, ahí está, es tuyo.
-Tú eres un lobizón… Tú.
-¿Por qué yo? ¿Por qué yo y no tú?
-Suéltame y te lo digo.
-No; no te suelto hasta que me hayas dicho qué es un lobizón.
-El séptimo hijo varón –respondió mi amigo- el que se convierte en lobo en las noches de luna.
-Pero yo no me convierto en lobo –protesté- ¿Cuándo me has visto convertido en lobo?
-Yo no te he visto, pero don prudencio dice que te vio y también doña María la curandera, y
-Mienten –grité desesperado- ¡Mienten! Mírame bien ¿tengo algo de lobo?
-No sé… el pelo tan oscuro… las orejas y los dientes tan grandes…

Pasé una mano temblorosa por mi cabello, efectivamente negro y áspero, como el pelo de un lobo; toqué mis orejas grandes, que de pronto me parecieron puntiagudas.

-Mienten –repetí, pero ya sin convicción.
-Es que tú mismo no lo sabes –argumentó mi amigo-; cuando vuelves a ser hombre, no recuerdas que has sido lobo.

Yo continuaba murmurando “mienten…”

-Ya ves que tus padres te hacían pasar por el sexto hijo… No querían que supiéramos que eras el sétimo… Por algo será.

Su lógica me abrumaba. Todo era verdad. Recordé el terror de mi madre al verme de noche en el patio y la conversación que había sorprendido, oculto bajo la mesa del comedor.

-Y desde que has llegado –insistió mi amigo, ya dueño del barrilete- anda un lobo por la región y ha comido muchas ovejas. En el puesto La Blanqueada han muerto cuatro. Y dicen que había huellas de lobo junto al arroyo del Gato.

Yo no quería oír más. Corrí hasta mi casa, sacudido por horribles sollozos; y al ver a mi madre junto al brocal del pozo, le tendí los brazos y caí a sus pies, exhausto. Mi madre me hizo acostar y dormir gran parte del día. Cuando me desperté era de noche. En el cielo brillaba una luna clara, redonda. A los lejos aullaba un lobo ¡Un lobo! Me levanté sin reflexionar, como hipnotizado. Hoy sé que era el resultado inevitable de las palabras oídas por la tarde, pero en ese momento era la víctima de una poderosa alucinación. Me asomé a la ventana; el aullido se repitió más preciso, más prolongado. Hoy sé que era un perro que aullaba junto a su amo agonizante. Pero aquella noche supe que era un lobo. Entonces, entregado a mi destino, no sé si crédulo o histérico, o acaso realmente lobo, me incliné sobre el alféizar y lacé un aullido lastimero. Dos de mis hermanos, que dormían en el mismo cuarto, despertaron sobresaltados.

-¿Qué haces? –preguntó Juan, levantándose para detenerme.
-No te muevas –murmuró Pedro-. No te muevas; es el lobizón.

La sombra de mi cabeza se dibujaba en el suelo; era la cabeza de un lobo. Mis uñas se clavaban como garras en la palma de mis manos; luego sentí que mis dedos se estiraban, perdían sus articulaciones. Me pareció que los dientes crecían afilados y me desfiguraban la boca, que el cabello me cubría la frente. Lancé otro aullido y salté por la ventana. Vi luz en el cuarto de mi madre, pero no me detuve. Eché a correr por el campo dormido bajo la luna culpable. A mis espaldas oí gritar: “¡El lobizón, el lobizón!... ¡Deténganlo!...”

Me encontraron medio muerto junto al puesto de La Blanqueada. Mis ropas de dormir estaban desgarradas por los cardos: me sangraban los labios y las palmas de las manos. Dicen que aquella noche un lobo se comió a una oveja, pero no fui yo… podría jurar que no fui yo… Aunque, en realidad, dicen que cuando el lobizón vuelve a ser hombre olvida que ha sido lobo… Pero yo nunca me hubiera olvidado… No, claro que no me hubiera olvidado.

Diego miró el cielo de verano, donde brillaba una luna redonda. Se llevó las manos a la cabeza, hundió los dedos en su cabello, se acarició las orejas. Luego agregó:

-Váyanse. Me ha hecho mal recordar esto… Es como si hubiera revivido aquella noche atroz.
Permanecimos callados, sin atrevernos a dar un paso.
-Váyanse –insistió Diego-. Quiero dormir.

Cerró los ojos. Yo fui el último en irse. No sé si permanecí junto a él por espíritu de compañerismo o por curiosidad. Una espuma sanguinolenta escapaba de su boca; pero eso lo vi después, en el recuerdo. Estaba fascinado por sus manos velludas, crispadas, rígidas sobre el brazo del sillón. Pensaba que estaban convirtiéndose en garras, pero no sabía -¿Cómo podía saberlo?- que eran las manos de un muerto.

Silvina Bullrich (1915-1990)