viernes, 3 de agosto de 2012

Desmemoria y aire, Javier Marías


He expresado a menudo mi preocupación y mi cre­ciente angustia por la manera en que se vive hoy el tiempo, o su transcurso. Lo que me resulta más descocertante es lo lejos -lo antiguo- que queda todo en seguida. Lo he dicho otras veces: en cuanto algo se hace presente, por el mero hecho de suceder o existir se convierte al instante en pasado, y además en pasado remoto. Todo se tor­na viejo nada más nacer: los libros, las películas, las revueltas, los derrocamientos, las guerras, los nuevos rostros y los nue­vos talentos, lo esperado y lo inesperado, lo sorprendente y lo consabido. Quizá el campo en el que este extraño fenómeno se hace más manifiesto es el de las competiciones deportivas, que para una gran parte de la población jalonan el año como antes el santoral y las estaciones: cuando colean la Liga y los torneos europeos, llega Roland Garros; luego hay Eurocopa o Mundial de selecciones, en los años pares; a continuación vie­ne Wimbledon, y por último el Tour de Francia (por mencio­nar las citas más populares). Y cada cuatro años, en los bisies­tos, la propina de las Olimpiadas.
El viernes siguiente al domingo en que España se proclamó cam­peona de fútbol europeo frente a Italia (4-0), un amigo al que me encontré me preguntó: “¿Qué, disfru­taste mucho el domingo?” Recono­cí que, pese a mis prevenciones, soy también víctima de esa percep­ción anómala que tenemos del tiempo, porque no sabía de qué me hablaba. “¿El domingo? ¿Disfrutar?” Y cuando me aclaró a qué se refería, mi perplejidad fue enorme, pues tenía la sensación de que aquella Final (que vi por televisión, y con la que disfruté sin duda) se había jugado hacía al menos tres semanas, si es que no la sentía ya tan lejana como las de 2008 y 2010, que España ganó asimismo contra Alemania y Holan­da. Sí, el efecto de las cosas cada vez dura un soplo más breve. Tal vez por eso una de las primeras e irritantes preguntas de los periodistas a los jugadores, nada más concluir el partido y cuando aún no habían recogido su trofeo, era esta invariable­mente: “y ahora, ¿qué será lo próximo? ¿Otro Mundial, el de Brasil en 2014?” Los futbolistas son pacientes y educados, y no vi a ninguno contestar de mala manera, como se merecían esos periodistas sádicos: “No me hable de lo próximo, imbécil, que acabo de revalidar una Eurocopa y me ha costado mucho esfuerzo. Alégrese por lo de ahora y no me maree con el futuro. ¿Es que no le basta con la actualidad más rabiosa?”
No, nunca basta hoy en día, porque el presente ha sido abolido y el pasado no importa ni nadie es capaz de recordar­lo, no digamos de apreciarlo, menos aún de agradecerlo. Quien adquiere conciencia de esta forma perversa y frenética de relacionarnos con el tiempo, no puede evitar dar el siguiente paso, y ver también lo futuro como inminente pasado y por tanto como inminente olvido. Como algo que está ya a punto de resultar irrelevante, de ser desecho, como las sobras de un festín una vez recogidas las mesas. Las Olimpiadas son entretenidas (hablo por mí), y puede uno llegar a apasionarse con algunas pruebas, sobre todo con las carreras. El número de sus competiciones va siempre en aumento, porque la gente exige que sean “disciplinas olímpicas” desde el póker hasta la rana, y las autoridades ceden, presionadas por las televisiones, que ven la posibilidad de ganar espectadores entre los tahúres y los jubilados. Creo haber leído que son 4.800 las medallas acuñadas para su entrega en estas semanas. Tengo la idea de haber contemplado bastantes pruebas de los anteriores Jue­gos en Pekín. Sin embargo, si me pusieran una pistola en la sien y mi vida dependiera de mencionar diez medallistas de entonces, me temo que la perdería: sólo estoy seguro de que Usain Bolt venció en los 100 metros. Me arriesgaría a afirmar que también en los 200 y en el relevo de 4×100 (o como se llame). Y, para salvar el pellejo, aventuraría el nombre de Phelps como ganador de unas cuantas carreras de nata­ción, sin la menor certeza de si sus sonados triunfos fueron en Pekín o en la anterior ocasión, quien re­cuerda dónde. Moriría si me exigieran saber cuántas medallas consiguió España, y eso que en su momento fueron contadas y cantadas con minuciosidad por la sonrojante y patriotera prensa de aquí, aunque se obtuvieran en deportes esotéricos que no conocía nadie y que siguen sin conocerse, pese al efímero éxito cosechado en ellos: en realidad les importan tan sólo a quienes se colgaron la dicho­sa medalla, olvidada por los demás a los tres días.
Las ciudades pugnan por albergar unos Juegos (Madrid sigue dando la lata, abocada de nuevo al fracaso, o eso espe­ro). Se ponen patas arriba durante un montón de años, se tornan aún más invivibles, los políticos y los constructores y los banqueros (esto es, los de siempre) hacen suculentos ne­gocios y crean entre la población una excitación ficticia en torno a unas lejanas disputas semi deportivas que veremos pasar como quien mira anuncios, y que están condenadas a no ser nada -desmemoria, aire- en cuanto se hagan presentes. Es decir, en cuanto acontezcan y sean despreciable pasado re­moto.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 22 de julio de 2012

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